Sunday, January 15, 2006

Euterpe: El jugador (y IV)

En 1942, en plena Guerra y con una inconsciencia insana, Stalin había mandado asesinar a dos tercios de los oficiales del ejército. La irrupción del ejército alemán en la frontera occidental le sorprendió con unas tropas hambrientas y al borde de la insurrección. Jamás he sido hombre de armas, por eso me pareció delirante la llamada de Stalin aquella tarde. Tuvo la estúpida idea de que un afamado ajedrecista, el jugador oficial del régimen –tal era mi repugnante status- podía aportar opiniones muy valiosas para la defensa de Stalingrado. Todos conocen el resultado, y puedo afirmar sin asomo de duda que mi intervención no tuvo ningún peso en la victoria. Todo el mérito debe corresponder a unos soldados exhaustos y a unos mandos que preferían morir en el campo de batalla a ser disparados por la espalda alguna madrugada en la puerta de su casa. Pasé muchas horas con Stalin durante esos meses. Probablemente dijimos e hicimos las mayores tonterías que jamás hayan registrado los tiempos. Halando de defensas hindúes, jaques y retaguardias parecíamos unos monos borrachos dirigiendo un ejército de hormigas. Afortunadamente la guerra tiene unas leyes que son las de la vida, leyes ajenas a cualquier esquematización que quepa en una cuadrícula, a cualquier dirección desde la divinidad a la que aspiraba, y en cierto modo consiguió, el camarada Stalin. Porque lo mismo que Dios castiga a quien osa ver su rostro, el Diablo no soporta que su esencial insignificancia sea contemplada más allá de su disfraz de maldad apabullante. Hasta mi fuga de la cárcel aquél fue el único crimen que cometí contra el Soviet: ver de cerca la estupidez del Padre del Pueblo, la demencia intrínseca de quien llegó a tutelar hasta el sueño de 200 millones de personas.
Desde cubierta llegan las voces de la tripulación. Pienso que apenas sé nada de ese lugar al que llaman Finlandia, pero ahora que estoy llegando me imagino esa casa en el lago, y me imagino descansando durante una noche que dure años, y que cuando despierte veré el rostro de mi hermano ofreciéndome té de un samóvar humeante antes de que juguemos nuestra última partida de ajedrez.

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