Sunday, January 15, 2006

Euterpe: El jugador (I)

Los próximos posts son un cuento que escribí para un programa de Euterpe dedicado al ajedrez, juego del que me confieso por completo ignorante. Creo que se nota mucho que acababa de leer Koba el Terrible de Martin Amis.

En la hedionda bodega del ferry encontré un número atrasado de Pravda donde se informaba de mi muerte. No dejó de halagarme que en la falsa noticia me atribuyeran cualidades de las que siempre he carecido: ni hubo disparos, ni persecuciones ni mucho menos vivas al capitalismo antes de inmolarme al fuego de la policía. Sentí cierta curiosidad por el redactor de la noticia: hasta en lo más gris de la mentira absoluta, de la inconmensurable corrupción de la vida, por algún resquicio insospechado se colada la chispa de la invención juguetona. O, me reí para mí mismo, quizá sólo fuera la chispa cálida y prodigiosa del vodka. Esa chispa que siempre me ha faltado como jugador, ese quiebro momentáneo de la lógica en que se atisban simultáneamente los vértigos opuestos de la gloria y la desolación, esa habilidad que tenía Alexander para encontrar atajos inverosímiles en la cuadrícula y que casi siempre lo conducían a la derrota. Sí, casi siempre perdía, pero, ¿y cuándo ganaba? Ah, cuando ganaba infundía vida a las piezas y el tablero se convertía en un estallido de sencillez. Siempre que jugaba contra él, y lo había hecho durante más de 40 años, desde que nuestro padre nos regalara un juego de ajedrez en la aldea ucraniana donde nacimos, yo temía el momento en que las cejas de Alexander se arqueaban y abría enormes los ojos negros como recriminándose por no haberse percatado antes de lo fácil que era vencerme. Entonces alargaba la mano con rapidez y movía la ficha –solía ser un caballo- con una expresión de victoria algo reprimida y cauta. En muchas ocasiones eran movimientos absurdos y no me resultaba difícil ganarle tras la indefensa posición en que dejaba a sus piezas. Sin embargo, cuando Alexander, guiada su mano por los fantasmas de aquellos indios que inventaron el juego del ajedrez y cuyos secretos guardaron celosamente para que nosotros, jugadores, los fuéramos desvelando dolorosamente, cuando Alexander, digo, descruzaba las manos y con un minúsculo desplazamiento de un trozo de madera labrada sobre los desgastados cuadros del tablero dejaba en evidencia mis vanas estrategias fruto de años de estudio, uno no podía menos de admirar la hermosura que siempre emana de la verdad, aunque, como derrotado, veía mis piezas como guerreros inermes y oscuros después de luchar contra un enemigo demasiado poderoso.

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