Tuesday, March 07, 2006

Política poética (I)

La realidad es demasiado compleja para caber en un cuento o una teoría. El conocimiento puede verse como un intento aproximativo siempre empequeñecido de explicarla. Este es un debate infinito, pero soy partidario de la corriente según la cual la naturaleza, la realidad, no tienen leyes: las leyes son productos racionales que se exponen a una confrontación con lo real. En un contexto evolutivo se diría que son especies en tránsito que pueden, en la medida de su éxito en esa confrontación, vigorizarse, fundirse con otras para producir una nueva más potente o, por el contrario, debilitarse e incluso extinguirse. En la historia de la ciencia este símil evolutivo es evidente. Hace ya mucho que se demostró irrefutablemente la invalidez del sistema ptolemaico; sin embargo perduró durante siglos porque explicaba satisfactoriamente muchos de los fenómenos celestes observables a simple vista humana, es decir, el conjunto de fenómenos distinguibles por el aparato perceptivo en ese estadio humano. El método científico es crítico porque valida empíricamente sus enunciados pero sobre todo porque, usando la terminología que acuñó Popper, sólo se permite producir postulados falsables. Un enunciado del tipo “la conjunción de Venus con Saturno influyó decisivamente en el desarrollo de la Revolución Francesa” puede ser cierto o falso pero es acrítico puesto que su falsedad es indemostrable. En cambio, un solo experimento que se desvíe mínimamente de los resultados previstos por la Teoría de la Relatividad mostrará que la misma, aun hermosa y genial, es también incompleta.
Nuestros medios son pobres, puesto que en nuestro cerebro sólo actúan dos potencias cognitivas: la racional/científica y la poética. Pocas veces interactúan fructíferamente y así debe ser en cuando sus dominios son radicalmente disjuntos. Todo intento de conciliación ha fracasado, y los ha habido a cientos, algunos de ellos a cargo de eminentes filósofos (como se cuenta en el breve ensayo “La última campaña de William Jennings Bryan”, del gran Stephen Jay Gould).

La lógica es inocua cuando trata de desmontar construcciones poéticas a base de hormigón poético de primera clase, aquel que, todavía próximo el hálito bestial, engendró los que después llamaríamos conceptos tan imponentes como divinidad o territorialidad. Lo mismo ocurre en sentido contrario; el error se produce cuando cualquiera de estos dos modos de conocimiento se aplica a entidades ajenas a su dominio. No digo que sean dos modos o instancias antitéticas, sino que son esencialmente distintas. El Génesis explica el origen del mundo en pocas frases: ya se sabe, esa semana hiperactiva de Dios. De dicha idea sólo cabe tener, en el mejor de los casos, una certeza poética, pertenece al radio de acción de la fe. ¿Puede un científico creer en él? A estas alturas debería quedar claro que en mi opinión sí, puesto que en cada uno de nosotros coexisten ambas maneras de pensar. Puesto que la realidad es asintótica respecto a nuestra mente, la parcela de ignorancia siempre dará pábulo a la elucidación poética.
Las dos manifestaciones paradigmáticas del conocimiento poético y racional son respectivamente las religiones y la ciencia. Esta relata el universo mediante el lenguaje matemático y un poco a tentón, mientras que la religión lo hace de manera arrogantemente sencilla acogiéndose a la triquiñuela de la mano ubicua y omnipotente. Es en este sentido donde parece darse la contradicción, aunque sólo es aparente, porque la ciencia tiene como objeto la realidad fenoménica mientras que la religión, mediante el uso poético del lenguaje, acuña un cosmos mítico que es a un tiempo realidad moral y potencial ontológico.
Si hay un terreno propicio para la confusión metodológica es el de las “ciencias” humanas, y de entre ellas es en la política donde la confusión se transforma esporádicamente en chirigota, a pesar de que por lo común en su interior late el germen anonadante de la tragedia.

Sunday, January 29, 2006

Cooperstown, Montserrat, Guernica

Hay muchos ejemplos de derogación de la historia en favor del mito. No hay ninguno inocente, aunque unos son más trascendentes que otros. Entre los ejemplos si se quiere inocuos pero con las mismas características de otros más relevantes fácilmente reconocibles, citaré uno que se da en Estados Unidos y trata de ese deporte incomprensible y aburridísmo que es el bésibol.
Recién comenzado el siglo XX, el béisbol estaba a punto de convertirse en un juego de masas en Estados Unidos (ignoro las razones). La Liga profesional contaba con un comité directivo entre cuyos miembros estaba un tal Spalding, ex-jugador e incipiente empresario de material deportivo cuya marca, si no me equivoco, tadavía existe. El comité, movido por razones económicas, y alentado por el listo de Spalding, quería extender la importancia y el alcance de su deporte en la sociedad americana. De modo que entre humo de habanos y cuartillos de Jack Daniels se pusieron a pensar. Spalding, a lo que se ve gran conocedor de la conducta y carácter humanos, dio con la solución perfecta, solución que pasaba -qué pesadez- por escenificar, con pompa y circunstancia, ese eterno argumento que un socio blogger llama "la patraña identitaria".
La historia es enrevesada. En resumen, con unos indicios tenues e inverosímiles, y conociendo la falsedad de la conclusión, el comité se sacó de la manga una persona y un momento histórico en que tuvo lugar la invención del béisbol.
Cualquiera puede saber que el béisbol, como casi todo lo demás, no fue inventado; no es más que la evolución unos juegos populares que ya se practicaban en Inglaterra siglos atrás. Evolución vs creacionismo. Las razones por las que íntimamente preferimos una expliación creacionista a ota evolutiva son misteriosas, pero lo importante es que es así.
Del supuesto creador del bésibol -un insigne general yankee- llegaron a decir los críticos del disparate que probablemente no sabía distinguir una bola de una naranja china; sin embargo, el bulo empezó a extenderse poniendo en marcha el poderoso mecanismo de falacias que terminan por convertirse en verdades a fuerza de ser repetidas y en virtud de un misteriosa querencia del subconsciente.
La leyenda sitúa el nacimiento del béisbol en un lugar perdido del estado de Nueva York llamado Cooperstown, donde todavía existe el Salón de la Fama y un museo. Si preguntas a los americanos por el nacimiento de su deporte nacional, 9 de cada 10 responderán que fue inventado allí por Abner Doubleday, quien además -oh casualidad- fue un héore de la unión.
Cooperstown, Montserrat, Guernica.

Tuesday, January 24, 2006

Euterpe: Locos

Chesterton escribió una serie de relatos agrupados bajo el título Un poeta entre lunáticos. El protagonista de todos ellos, Gabriel Gale, ambiguo y antológico personaje que reside en un sanatorio, pinta y en sus ratos de ocio resuelve casos de asesinato. A priori la mezcla nos suena más bien a uno de esos acertijos en que tienes que descubrir el hilo que une dos hechos aparentemente inconexos. Pero estamos hablando de Chesterton, un coloso que lo mismo servía para una historia de crímenes, una novela disparatada y al mismo tiempo lógicamente irreprochable -me refiero, claro, a El hombre que fue Jueves-, biografías, artículos...en fin, para todo conjunto de palabras desde una mayúscula hasta un punto final a la que le hayamos puesto nombre. Como no podía ser de otra manera, las historias se leen (y hace bastantes años que lo hice) con una sonrisa a medias mientras discurren límpidas, perfectas y con algún elemento surreal, como -recuerdo- cuando Gabriel Gale encabeza una reata de zumbados hasta el lugar del crimen, o cuando el mismo ata a un árbol a uno de los personajes.
De alguna manera me parece que esta serie de relatos tiene mucho que ver con otra de Chesterton, ésta mucho más conocida aunque no de mayores méritos: las serie dedicada al Padre Brown, memorable con su paraguas, su boina y sus andares de pato. Nos hallamos ante dos excéntricos, dos ilógicos -el número de sacerdotes católicos rurales en Inglaterra no creo que fuera muy diferente que el de los poetas clínicamente enajenados- que resuelven enigmas; el crimen sin connotaciones que puedan mover al horror o a la tristeza, como era por otro lado tradición inglesa; despojado hasta su condición esencial de enigma lógico.
Además, ni el padre Brown recurre a su trato con la divinidad para culpar al mayordomo ni Gabriel Gale es iluminado con uno de esos atajos que, según una idea romántica de la locura, se hallan a veces en medio del árido laberinto del método deductivo. Por el contrario -y en este punto se afila la ironía y la crítica de Chesterton-, ambos hacen uso de una lógica de andar por casa, casi infantil en ocasiones, que se sobrepone en eficacia a los métodos de la policía (¿habrá en la historia de la literatura un cuerpo policial más inútil que Scotland Yard?). La crítica se centra en las convenciones, en los lugares comunes, en todo el artefacto civilizador y afeminado que parece alejarnos de lo esencial. Por alguna razón, siempre he sentido a Pla y a Chesterton muy próximos, aunque inscritos en tradiciones y humores muy diferentes.

Sunday, January 15, 2006

Euterpe: El jugador (y IV)

En 1942, en plena Guerra y con una inconsciencia insana, Stalin había mandado asesinar a dos tercios de los oficiales del ejército. La irrupción del ejército alemán en la frontera occidental le sorprendió con unas tropas hambrientas y al borde de la insurrección. Jamás he sido hombre de armas, por eso me pareció delirante la llamada de Stalin aquella tarde. Tuvo la estúpida idea de que un afamado ajedrecista, el jugador oficial del régimen –tal era mi repugnante status- podía aportar opiniones muy valiosas para la defensa de Stalingrado. Todos conocen el resultado, y puedo afirmar sin asomo de duda que mi intervención no tuvo ningún peso en la victoria. Todo el mérito debe corresponder a unos soldados exhaustos y a unos mandos que preferían morir en el campo de batalla a ser disparados por la espalda alguna madrugada en la puerta de su casa. Pasé muchas horas con Stalin durante esos meses. Probablemente dijimos e hicimos las mayores tonterías que jamás hayan registrado los tiempos. Halando de defensas hindúes, jaques y retaguardias parecíamos unos monos borrachos dirigiendo un ejército de hormigas. Afortunadamente la guerra tiene unas leyes que son las de la vida, leyes ajenas a cualquier esquematización que quepa en una cuadrícula, a cualquier dirección desde la divinidad a la que aspiraba, y en cierto modo consiguió, el camarada Stalin. Porque lo mismo que Dios castiga a quien osa ver su rostro, el Diablo no soporta que su esencial insignificancia sea contemplada más allá de su disfraz de maldad apabullante. Hasta mi fuga de la cárcel aquél fue el único crimen que cometí contra el Soviet: ver de cerca la estupidez del Padre del Pueblo, la demencia intrínseca de quien llegó a tutelar hasta el sueño de 200 millones de personas.
Desde cubierta llegan las voces de la tripulación. Pienso que apenas sé nada de ese lugar al que llaman Finlandia, pero ahora que estoy llegando me imagino esa casa en el lago, y me imagino descansando durante una noche que dure años, y que cuando despierte veré el rostro de mi hermano ofreciéndome té de un samóvar humeante antes de que juguemos nuestra última partida de ajedrez.

Euterpe: El jugador (III)

Mi hermano Alexander emigró a Finlandia en 1922, poco después de la colectivización agraria que no fue sino la colectivización del expolio, de democratización del asesinato, el apogeo del hambre y la sangre. Enseguida se dio cuenta de que nuestro sueño era aún más mentira que el común de los sueños. Mi docilidad en cambio fue premiada con privilegios que la gente no osaba siquiera desear. Pude dedicarme enteramente al ajedrez: gané torneos, me hicieron homenajes. Lo único que echaba de menos era la llegada de mi hermano en el frío atardecer de Moscú. Nos sentábamos uno frente al otro sin apenas hablar, el samóvar humeante a un lado y el tablero, siempre el tablero, entre ambos. Poco antes de su marcha clandestina (nunca me lo advirtió, probablemente temía que lo denunciara), empecé a notar que desaprobaba mi actitud, mi pasividad. Las partidas comenzaron a hacerse más cortas, cometía más errores de lo habitual. Casi siempre le vencía, aunque hubo ocasiones en que lo veía de nuevo arquear las cejas mirándome intensamente como diciéndome: ¿no te das cuenta lo sencillo que es? Y desde luego no se refería sólo al ajedrez.
No volví a ver esa naturalidad hasta muchos años después en la India. Fui a Calcuta a jugar un torneo. Junto a mí el consabido séquito de oficiales y emisarios de la propaganda. Uno de los actos a los que asistí a un partida simultánea con jóvenes jugadores locales. Gané sin demasiados problemas casi todas las partidas; sin embargo tuve que ofrecer tablas a un niño que no tendría más de 10 años. Harapiento, de piel muy oscura, tenía una sonrisa como adherida a su rostro y su manera de jugar era tan desconcertante como podía parecerme su vida. Mientras pensaba mi jugada él miraba divertidísimo mi expresión taciturna, ensimismada. Probablemente le fascinaba tanto mi concentración como a mí su desapego. En ese mismo viaje me regalaron el juego más hermoso que he visto. Las diminutas piezas de marfil representaban distintas figuras del panteón hindú; la negra Kali ejercía de reina sobre el minúsculo tablero taraceado en ónice y oro. Cuando años después, una noche los matones de la NKVD entraron en mi casa y tras despertarme y golpearme con su porras en las rodillas, arrojaron al suelo el tablero hindú, el tintineo de las piezas al rodar por el suelo me produjo la tristeza abismal de quien repara de repente, como por una iluminación análoga a las que tenía Alexander cuando jugábamos, en que lo que llama su vida ha sido una caricatura, con las misma relación con la verdad que el ajedrez, es decir, ninguna. Hablo de mi vida, hablo de mi ajedrez.

Euterpe: El jugador (II)

Todavía faltaban dos horas para llegar a Helsinki, donde, si todo salía como estaba previsto, me esperaría mi hermano Alexander acompañado de alguien del Ministerio del Interior con los formularios que me convertirían en ciudadano de un país que jamás había pisado. En la bodega se amontonaban los toneles con arenques en salazón y cientos de cajas de caviar y vodka de contrabando. En la única bombilla iban a morir los enormes mosquitos después de atiborrarse de huevas. De haber dispuesto de ese cargamento, Noé no hubiera deseado el fin del diluvio.
Me hubiera gustado dormir un rato, pero mi cabeza se negaba a tomarse un respiro. Primero porque los acontecimientos de mi huída de la prisión, aunque distaban de poseer el cariz épico que había inventado el reportero alcohólico de Pravda, fueron demasiado para un anciano ajedrecista como yo. Dormitaba entre los hedores de las cinco personas con quienes compartía una celda donde una ética rudimentaria no hubiera permitido juntar a más de dos. En un momento de la noche tumefacta de la celda un guardia que me era desconocido me llamó y me obligó a salir. Demasiadas veces había sido testigo de los paseos nocturnos: un guardia llega, se aleja por el pasillo con un preso famélico a quien no vuelves a ver: así de aséptico, con toda la precisión de una especie de lógica del horror, con una matemática de la crueldad como sólo puede darse en el ajedrez y el fascismo. Que en alguna medida yo haya contribuido a la construcción de ese artefacto a mayor gloria de la muerte me llena de un dolor incrédulo, de una contrición sobrecogedora.
Por ese motivo supongo que no sentí miedo durante el paseo tras el guardia que llevaba un uniforme acaso demasiado pulcro. Caminada detrás de él acarreando la fatiga de un año de confinamiento, de torturas demasiado humillantes y de décadas de ignominia. Esperaba con una calma de cetáceo que en el patio hubiera cuatro o cinco guardias más con cara de sueño y deseosos de terminar pronto con su trabajo y regresar a sus catres poco más cómodos que los nuestros. En cambio, el patio estaba desierto en la noche helada. El aliento del guardia se congelaba y caía al suelo como polvo de diamante: apenas me alcanzaba el resuello para seguir su paso decidido. A partir de ahí las imágenes se mezclan como en una película surrealista. Recuerdo haber despertado en el interior del maletero de un coche, recuerdo también a un hombre que me ofrecía té en medio de un desierto helado, recuerdo haber pensado en mi padre y recuerdo haber entrevisto una apertura brillante y original que he olvidado.Empecé a tomar conciencia de lo ocurrido en Tallin, poco antes de que me introdujeran en la bodega del ferry. Supongo que me habían drogado para que no arruinara a mis buenos captores el larguísimo viaje en coche desde Moscú. Lamento no haber conocido a quien me salvó la vida arrástrándome como a un guiñapo a través de geografías desoladas. Sólo después de zarpar vino el capitán a la bodega. Era altísimo, y parecía ignorar el concepto de higiene. Con un fuerte acento georgiano me habló de mi hermano, de Finlandia y de una casa en un lago. Al ver mi torpeza y mi entumecimiento profirió una risa desdentada y me dio una palmada en la espalda que todavía me duele.

Euterpe: El jugador (I)

Los próximos posts son un cuento que escribí para un programa de Euterpe dedicado al ajedrez, juego del que me confieso por completo ignorante. Creo que se nota mucho que acababa de leer Koba el Terrible de Martin Amis.

En la hedionda bodega del ferry encontré un número atrasado de Pravda donde se informaba de mi muerte. No dejó de halagarme que en la falsa noticia me atribuyeran cualidades de las que siempre he carecido: ni hubo disparos, ni persecuciones ni mucho menos vivas al capitalismo antes de inmolarme al fuego de la policía. Sentí cierta curiosidad por el redactor de la noticia: hasta en lo más gris de la mentira absoluta, de la inconmensurable corrupción de la vida, por algún resquicio insospechado se colada la chispa de la invención juguetona. O, me reí para mí mismo, quizá sólo fuera la chispa cálida y prodigiosa del vodka. Esa chispa que siempre me ha faltado como jugador, ese quiebro momentáneo de la lógica en que se atisban simultáneamente los vértigos opuestos de la gloria y la desolación, esa habilidad que tenía Alexander para encontrar atajos inverosímiles en la cuadrícula y que casi siempre lo conducían a la derrota. Sí, casi siempre perdía, pero, ¿y cuándo ganaba? Ah, cuando ganaba infundía vida a las piezas y el tablero se convertía en un estallido de sencillez. Siempre que jugaba contra él, y lo había hecho durante más de 40 años, desde que nuestro padre nos regalara un juego de ajedrez en la aldea ucraniana donde nacimos, yo temía el momento en que las cejas de Alexander se arqueaban y abría enormes los ojos negros como recriminándose por no haberse percatado antes de lo fácil que era vencerme. Entonces alargaba la mano con rapidez y movía la ficha –solía ser un caballo- con una expresión de victoria algo reprimida y cauta. En muchas ocasiones eran movimientos absurdos y no me resultaba difícil ganarle tras la indefensa posición en que dejaba a sus piezas. Sin embargo, cuando Alexander, guiada su mano por los fantasmas de aquellos indios que inventaron el juego del ajedrez y cuyos secretos guardaron celosamente para que nosotros, jugadores, los fuéramos desvelando dolorosamente, cuando Alexander, digo, descruzaba las manos y con un minúsculo desplazamiento de un trozo de madera labrada sobre los desgastados cuadros del tablero dejaba en evidencia mis vanas estrategias fruto de años de estudio, uno no podía menos de admirar la hermosura que siempre emana de la verdad, aunque, como derrotado, veía mis piezas como guerreros inermes y oscuros después de luchar contra un enemigo demasiado poderoso.

Saturday, January 14, 2006

Hasta los suevos

Después de que en Barbate (con b de beodos) el pleno municipal aprobara una moción que establecía que Andalucía era una nación (no ha trascendido si quieren cambiarle el nombre por el de Chiquitistán), vienen los del BNG con los suevos. Ya puestos, con una simple alteración hubieran dado con un motivo nacional mucho más actual: Los suaves, banda gallega que ya en los 80 berreaba el clásico -no se sabe si dirigido premonitoriamente a Touriño o al enfermero Anxo -anxa es su jeta- o quizá dirigido a la pobre Galicia en plan unamuniano o maragalliano (del abuelo, no del ebrio barrufet que gobierna actualmente)- "¿dónde vas triste de ti?".
Como dice Rubén Blades en su maravilloso disco Maestra vida: "déjenme reir para no llorar/déjenme cantar pa' que la pena no duela tanto". La pena y el cabreo, porque una vez desplazada la discusión al terreno irracional no queda sino la ironía, como la de Andrés Trapiello cuando propone intercambiar Cataluña, País Vasco y Galicia (y Barbate) por Portugal, o la mala hostia que conduce a lo que todos sabemos, todos menos los esquizoides sátrapas que nos han tocado en desgracia y el tarado que nos gobierna.
¿Cómo explicar que el concepto de derecho no se puede aplicar sino a personas? ¿Cómo explicar que los derechos no existen en la naturaleza ni en la historia sino que es un invento de la inteligencia para que no nos matemos unos a otros? ¿Cómo sustituir los cuentos de la vieja de los que habla Juaristi por el Código Civil? ¿Cómo enseñarles a sumar los muertos que ha costado construir un Estado donde se garantizan los derechos individuales y que les permite decir una barbaridad tras otra -como el tal Urkullu el capullu ayer mismo- sin que los envíen al manicomio o directamente a la cárcel como en los dominios de su admirado Fidel? ¿Cómo explicar a la gente que con los estatutos que están pergeñando sus territorios se convertirán -si no lo son ya- en pequeñas satrapías donde la intromisión de lo público sería insoportable? Y lo peor, ¿cómo explicar a la gente que sus gobernantes autonómicos saben perfectamente de la inviabilidad de sus peticiones para continuar su eterna cantilena de victimismo y opresión?
Problemas insolubles dada la inmensa cantidad de cerebros enfangados en el falso mito que laboriosamente han construido los nacionalistas de toda especie y, por qué no, dado el paralizante hastío en que nos sume la pólítica y su podredumbre.
De modo que, puestos a volverse locos un rato a la manera de Martín Romaña, no queda sino emigrar a Nueva Zelanda o proponer al Ayuntamiento de Binéfar que apruebe una moción del tipo:
"El alcalde y los ediles de Binéfar, reunidos en sesión extraordinaria, hacen saber que La Litera es una nación porque en un muro del yacimiento romano de La Vispesa aparece escrita la frase "Romanus eunt domus". La interpretación clásica y españolista es que el texto es incorrecto gramaticalmente. Sin embargo, las sutiles investigaciones de Jose Antonio Adell demuestran que el grupo étnico que habitó nuestras tierras tenía unas características físicas diferenciadas, a saber: un mayor tamaño de la cabeza y un pene minúsculo. El análisis textual, así como el mensaje (Romanos idos a casa) llevó al eminente antropólogo a la conclusión de que la frase no está escrita en latín sino en una variante dialectal única que derivaría en el que será nuestro idioma nacional: el chapurreau."
Tampoco es tan distinto de lo que se oye por ahí últimamente, ¿no?

Monday, January 09, 2006

Tribus urbanas

Debemos a Auggie y a Aitor la fijación taxonómica de dos especies hasta ahora ignoradas por la ciencia evolutiva, a saber: los perroflautas y los gafapastas. Durante las átonas tardes de la Hoya uno puede filosofar, solazarse con pensamientos ociosos -si uno no fuera tan haragán podría haber escrito un par de obras maestras en el último año- y bloggear con jocosa indolencia. Fruto de esta especie de parálisis cerebral voy a proponer, cual Linneo con cachirulo, una nueva categoría humana: las sacaojos. Obsérvese que dicha especie sólo contiene individuos de género femenino, lo cual nos parecería indicio de su extinción próxima, a menos que algún zoólogo sin alma insistiera en criogenizar a alguna a pesar de su peligrosidad y mala intención, tal como Mengele se propuso preservar los genes de Hitler en aras a su perpetuación. Sin embargo, en una alarde de adaptación al medio, las muy ladinas consienten en aparearse con machos humanos apocados y con los bolsillos llenos a quienes emasculan emocionalmente y cuyo semen utilizan para concebir y educar a nuevas y cada vez más perfectas individuas de su grupo. Más aún, si alumbran varones humanos les inculcan los valores que los convertirán en los perfectos sacaojos consortes cuando estén en disposición fisiológica y moneteria para desempeñar dicha función.
Las sacaojos se dan en cualquier comunidad humana, aunque abundan especialmente en el lugar al que los nativos llaman Zárágózá y al que el resto de hispanohablantes denomina Zaragoza. Su nombre catalán es Saragossa, que más que un nombre parece un chiste de andaluces o una carrera de culebras. La designación sacaojos les viene de una caracérística peculiar que sólo muestran en días lluviosos, lo cual, tratándose de unas tierras de ancestral sequía, a pesar de estar bañada por el río Ébró, las hace sumamente esquivas a la obervación. Cuando llueve, las sacaojos salen de casa con un paraguas de tamaño similar a los parapentes que adornan los cielos de Castejón de Sos. No bien caminan dos pasos comienza su desenfrenado exterminio ocular, pues otra de sus características es la de ignorar y despreciar a los humanos en todas sus formas, si bien abominan en grado sumo de los machos jóvenes y de las hembras nacidas en países tropicales a quienes los cuatro escupitajos que caen en Zaragoza les parecen un chiste. Jamás se desplazarán un milímetro para dar paso a un humano, de modo que hay que estar alerta para echar a correr y evitarla en cuanto aparece en tu campo visual.Una vez vi a una sacaojos asesina entrando con el paraguas abierto en un autobús de Tuzsa: fue una masacre.
Cuando no llueve siguen siendo peligrosas: aunque vean a una embarazada zarandeada por la conducción temeraria de algún autobusero no le cederán el sitio; si un niño pasa corriendo por su proximidad le gritará y hará una apología de la pedagogía mamporrera; cuando su hijo le presente a su novia dirá que viste con esas faldas para disimular las cartucheras...en fin, ejemplos los hay a cientos porque, como dice el escorpión en el cuento, es su naturaleza.
Se puede minimizar el riesgo de encontrarse con una porque afortunadamente son fáciles de identificar a distancia. En primer lugar por el atuendo, ya que con el primer fresquito salen a la calle con un abrigo de visón que cobijaría a varias familias bolivianas. Además, como los indios americanos, se ponen pinturas de guerra en el rostro en esa forma contemporánea a la que llaman maquillaje: a su lado Inma la de Gran Hermano parece austera. Si por casualidad uno está despistado recordando el ombligo de su novia y una sacaojos se acerca por detrás, será fácil escucharla a varios pasos debido a un silbido similar al de la mamba negra producido por pulseras y demás abalorios con los que gustan de engalanarse.
Por último, y para terminar de fijar los atributos de esta especie, decir que se suelen reunir en grupos de cuatro o cinco individuas para tomar el té, y que se las puede observar en gran número los domingos en misa de 12 en el Pilar (que es una iglesia grande). En dicha iglesia se conserva un obús que, según quiere la leyenda, cayó durante la guerra civil y no explotó por la intervención de la Pilarica (que es una virgen, y un tótem en la religión particular de las sacaojos). Dice su Apocalipsis que dicho obús acabará por pensárselo mejor y estallará algún día. Los humanos esperan ansiosos el día en que por el estruendo todas las palomas de la plaza echarán a volar y cubrirán el cielo junto con los jirones negros de los visones y los pedacitos dorados de las pulseras.

Sunday, January 08, 2006

Lentos domingos

Saturno, trasunto latino del griego Cronos, se nos ha instalado en la conciencia en la forma aterradora en que lo pintó Goya. Por su crudeza y oscuridad este cuadro siempre me ha provocado una especie de desasosiego. Pero hay algo más, que probablemente se desprende de la historia que narra, o mejor aún del pozo metafísico que la leyenda ilustra. Según cuenta Hesíodo en su Teogonía (un libro equiparable en importancia a la Biblia, al Popol Vuh...en general a cualquiera de los monumentos que testimonian el origen de las distintas culturas), Cronos devora a sus hijos para evitar a su vez ser derrocado por ellos. Su esposa, Rea, consigue salvar mediante un engaño al pequeño Zeus, quien al cabo destruiría a los titanes dando paso a la era olímpica.
La leyenda se ve como una representación metafórica de uno de los eternos generadores de angustia en el hombre: el tiempo (Cronos). Según explica Mircea Eliade en El mito del eterno retorno, la mente arcaica no concibe el tiempo estrictamente en su carácter sucesivo sino que lo imagina como marco donde los mitos se iteran infinitamente. In illo tempore, en el tiempo mitológico, Teseo tantea eternamente el laberinto con el hilo de Ariadna, y si nos asomamos a la cosmogonía el mundo civilizado que representa la victoria de los dioses olímpicos está en continua creación y por la tanto en permanente riesgo. Uno de los hitos en la instauración del mundo es precisamente el origen del tiempo no arcaico, y tal imagen se ilustra a la perfección a través del mito: Cronos devora a sus hijos lo mismo que un instante nace del instante anterior para ser inmediatamente aniquilado. Muchos siglos después la matemática inventaría un tiempo continuo para describir la naturaleza, concepción que a estas alturas parece estar de nuevo en entredicho (¿no podrían existir pedazos irreductibles de tiempo al igual que la energía sólo puede transferirse en paquetes o quanta?). El echar a correr de la flecha del tiempo como un alud metafísico ante el cual el hombre es impotente me parece una hipótesis plausible para explicar en parte la angustia y el miedo a la muerte. A esa angustia remite la pintura de Goya.
Quiero consignar aquí, para conocimiento de todos y en especial de filósofos, físicos teóricos, místicos y desocupados en general, el descubrimiento de una singularidad en el devenir temporal del universo. No cuento con el aparato teórico adecuado para mi descubrimiento pero dispongo de palmarias evidencias empíricas que lo demuestran. Os invito a todos a pasar una tarde de domingo en La Hoya y sabréis de qué estoy hablando.