Sunday, January 15, 2006

Euterpe: El jugador (III)

Mi hermano Alexander emigró a Finlandia en 1922, poco después de la colectivización agraria que no fue sino la colectivización del expolio, de democratización del asesinato, el apogeo del hambre y la sangre. Enseguida se dio cuenta de que nuestro sueño era aún más mentira que el común de los sueños. Mi docilidad en cambio fue premiada con privilegios que la gente no osaba siquiera desear. Pude dedicarme enteramente al ajedrez: gané torneos, me hicieron homenajes. Lo único que echaba de menos era la llegada de mi hermano en el frío atardecer de Moscú. Nos sentábamos uno frente al otro sin apenas hablar, el samóvar humeante a un lado y el tablero, siempre el tablero, entre ambos. Poco antes de su marcha clandestina (nunca me lo advirtió, probablemente temía que lo denunciara), empecé a notar que desaprobaba mi actitud, mi pasividad. Las partidas comenzaron a hacerse más cortas, cometía más errores de lo habitual. Casi siempre le vencía, aunque hubo ocasiones en que lo veía de nuevo arquear las cejas mirándome intensamente como diciéndome: ¿no te das cuenta lo sencillo que es? Y desde luego no se refería sólo al ajedrez.
No volví a ver esa naturalidad hasta muchos años después en la India. Fui a Calcuta a jugar un torneo. Junto a mí el consabido séquito de oficiales y emisarios de la propaganda. Uno de los actos a los que asistí a un partida simultánea con jóvenes jugadores locales. Gané sin demasiados problemas casi todas las partidas; sin embargo tuve que ofrecer tablas a un niño que no tendría más de 10 años. Harapiento, de piel muy oscura, tenía una sonrisa como adherida a su rostro y su manera de jugar era tan desconcertante como podía parecerme su vida. Mientras pensaba mi jugada él miraba divertidísimo mi expresión taciturna, ensimismada. Probablemente le fascinaba tanto mi concentración como a mí su desapego. En ese mismo viaje me regalaron el juego más hermoso que he visto. Las diminutas piezas de marfil representaban distintas figuras del panteón hindú; la negra Kali ejercía de reina sobre el minúsculo tablero taraceado en ónice y oro. Cuando años después, una noche los matones de la NKVD entraron en mi casa y tras despertarme y golpearme con su porras en las rodillas, arrojaron al suelo el tablero hindú, el tintineo de las piezas al rodar por el suelo me produjo la tristeza abismal de quien repara de repente, como por una iluminación análoga a las que tenía Alexander cuando jugábamos, en que lo que llama su vida ha sido una caricatura, con las misma relación con la verdad que el ajedrez, es decir, ninguna. Hablo de mi vida, hablo de mi ajedrez.

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