Sunday, January 15, 2006

Euterpe: El jugador (II)

Todavía faltaban dos horas para llegar a Helsinki, donde, si todo salía como estaba previsto, me esperaría mi hermano Alexander acompañado de alguien del Ministerio del Interior con los formularios que me convertirían en ciudadano de un país que jamás había pisado. En la bodega se amontonaban los toneles con arenques en salazón y cientos de cajas de caviar y vodka de contrabando. En la única bombilla iban a morir los enormes mosquitos después de atiborrarse de huevas. De haber dispuesto de ese cargamento, Noé no hubiera deseado el fin del diluvio.
Me hubiera gustado dormir un rato, pero mi cabeza se negaba a tomarse un respiro. Primero porque los acontecimientos de mi huída de la prisión, aunque distaban de poseer el cariz épico que había inventado el reportero alcohólico de Pravda, fueron demasiado para un anciano ajedrecista como yo. Dormitaba entre los hedores de las cinco personas con quienes compartía una celda donde una ética rudimentaria no hubiera permitido juntar a más de dos. En un momento de la noche tumefacta de la celda un guardia que me era desconocido me llamó y me obligó a salir. Demasiadas veces había sido testigo de los paseos nocturnos: un guardia llega, se aleja por el pasillo con un preso famélico a quien no vuelves a ver: así de aséptico, con toda la precisión de una especie de lógica del horror, con una matemática de la crueldad como sólo puede darse en el ajedrez y el fascismo. Que en alguna medida yo haya contribuido a la construcción de ese artefacto a mayor gloria de la muerte me llena de un dolor incrédulo, de una contrición sobrecogedora.
Por ese motivo supongo que no sentí miedo durante el paseo tras el guardia que llevaba un uniforme acaso demasiado pulcro. Caminada detrás de él acarreando la fatiga de un año de confinamiento, de torturas demasiado humillantes y de décadas de ignominia. Esperaba con una calma de cetáceo que en el patio hubiera cuatro o cinco guardias más con cara de sueño y deseosos de terminar pronto con su trabajo y regresar a sus catres poco más cómodos que los nuestros. En cambio, el patio estaba desierto en la noche helada. El aliento del guardia se congelaba y caía al suelo como polvo de diamante: apenas me alcanzaba el resuello para seguir su paso decidido. A partir de ahí las imágenes se mezclan como en una película surrealista. Recuerdo haber despertado en el interior del maletero de un coche, recuerdo también a un hombre que me ofrecía té en medio de un desierto helado, recuerdo haber pensado en mi padre y recuerdo haber entrevisto una apertura brillante y original que he olvidado.Empecé a tomar conciencia de lo ocurrido en Tallin, poco antes de que me introdujeran en la bodega del ferry. Supongo que me habían drogado para que no arruinara a mis buenos captores el larguísimo viaje en coche desde Moscú. Lamento no haber conocido a quien me salvó la vida arrástrándome como a un guiñapo a través de geografías desoladas. Sólo después de zarpar vino el capitán a la bodega. Era altísimo, y parecía ignorar el concepto de higiene. Con un fuerte acento georgiano me habló de mi hermano, de Finlandia y de una casa en un lago. Al ver mi torpeza y mi entumecimiento profirió una risa desdentada y me dio una palmada en la espalda que todavía me duele.

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